No me mires así
11 de agosto 2018
La cuarta y última quimioterapia de la primera parte me ha sentado fatal. No físicamente, sino de cabeza. No paro de llorar, no paro de mirarme las uñas cada diez minutos, no paro de repetirme cuándo acabará esto.
Hoy sábado, hace un calor de morir en Bilbao, y yo ya no sé si me deshidrato de llorar o de que necesito salir de casa. Me llama Jon, que va a ir a la piscina, y le cuelgo, porque por la otra línea, me llama mi querido amigo David:
-“Rubia, vamos a ir a ver el museo Balenciaga, ¿os apuntáis Jon y tu?”
Tiene gracia, para mis amigos sigo siendo “la rubia” a pesar de que me rapé en junio. Eso si, los puñeteros pelos del brazo, ahí siguen los tíos, bien plantados. Bueno, no parece mal plan, así que vuelvo a llamar a mi chico, por si quiere cambiar el plan de piscineo, por el museo en Getaria.
-“Claro, les recogemos, y nos vamos a pasar el día allí!”
Espero a que pase a buscarme, seguido recogemos a David y Mateo, y ponemos rumbo a Getaria. Es impresionante el paisaje que tenemos. Es increíble lo pequeños que somos si ponemos la vista en el mar, en el horizonte. Me pierdo mirando el infinito, por un momento, desconecto de la conversación de los chicos, solo miro el mar intentando alargar la mirada más allá de ese punto en el que se funde con el cielo. Bajo la ventana, empiezo a marearme de tanto coche. Sí, el paisaje es impresionante y también lo son las curvas… aguanta Vir, llegamos en nada.
¡Getaria! Se ve que no somos los únicos que hemos tenido la idea de venir por aquí, el pueblo está lleno, y tenemos que aparcar en el muelle, al final. Mejor, así paseamos. Pero antes, Jon me pide unas fotos para su Instagram. Cada vez le veo más guapo, y yo me veo más fea. Al final, me está pareciendo hasta normal que no quiera subir ninguna foto conmigo. Vamos los cuatro a mi ritmo, me voy cansando, se van notando los tres meses que llevo ya de quimioterapia. Así que viendo la hora que es, mejor nos sentamos en una terraza a comer al aire libre. Sigo distraída, los oigo reír a los tres, como si estuvieran lejos de mi. Me fijo en la gente, en las familias, en las parejas, y no puedo evitar ponerme triste: ¿y si no salgo de esta? Jon me quita el anillo solitario que me regalaron mis primas y mi tío en recuerdo de mi tía, y juega con él, mientras canturrea la última canción del verano de Jennifer López “…y el anillo pa´cuando…”. Me mira, me da un beso en la mano, y me lo devuelve. Ojalá un día podamos celebrar con nuestras familias y amigos que los dos estamos vivos, que los dos hemos superado momentos muy duros, que nos merecemos sonreír juntos, viajar, formar una familia y VIVIR.
Nada más comer, nos metemos por el pueblo, para llegar al museo, y mientras, nos hacemos una foto. Me acordaré de esta foto el resto de mi vida. No por la foto en sí, sino por lo que ha venido después: a nuestro lado, en una terraza, cuatro chicas de unos 30, no dejan de mirarnos. Me he alejado un poco de los chicos, no me estoy sintiendo bien, no me gusta cómo me miran. No dejan de hacerlo, cuchichean entre ellas, y la que está de espaldas a mi, se gira sin pudor para verme mejor. Se ve que las otras tres le han dicho algo para que se gire sin disimulo. No aguanto. Me estoy agobiando, me estoy agobiando mucho. Por favor, no me miréis así, no me miréis como si fuese un bicho raro, como si no debiera salir de casa por llevar turbante. No me mires así. Los chicos se dan cuenta, y Jon me coge por la cintura, mientras David les lanza una mirada de desaprobación y Mateo no se corta en llamarlas descaradas. Y los tres me salvan, me arropan y me dicen que soy la más guapa, la más fuerte, y que pase de gente así. Pero me cuesta. Me cuesta ver la poca empatía de chicas, que podrían ser yo, me cuesta ver a parejas agarradas de la mano, planeando su futuro juntos, me cuesta ver cómo la vida avanza y la mía está estancada.
Llegamos al museo, y allí me siento segura, hay oscuridad, y los focos sólo iluminan los preciosos vestidos y abrigos de Cristóbal Balenciaga. David, Mateo y yo disfrutamos como enanos, nos perdemos entre pasillos de historia de la moda, de diseños, mientras Jon se queda frito en un sillón de la entrada. Es lo que tiene salir la noche anterior hasta cerrar la última discoteca de Bilbao. Me podría tirar toda la tarde mirándole así, dormido.
Y por un rato, se me olvida cómo me han mirado esas chicas, se me olvida cómo me he sentido juzgada e insignificante, por llevar un turbante, por tener que sujetarme en alguno de mis amigos o mi chico, porque me canso y me mareo. Se me olvida lo cruel que pueden ser algunas miradas, cuando debieran ser de apoyo y ánimo. El miedo a lo desconocido muchas veces nos hace reaccionar así, sin ser conscientes que bajo ese turbante hay una mujer que lucha por poder levantarse un día más. Un día más.
No miréis nunca a alguien así, nunca.
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir