Treinta y siete y medio
13 agosto 2018.
Cuando empecé el tratamiento de la quimioterapia, Elena, mi oncóloga, me dio varias pautas a seguir, y dos advertencias: “que no te dé el sol directamente sin protección, y si tienes treinta y siete y medio de fiebre, vienes al hospital. Ni al ambulatorio, ni a consultas, a urgencias directamente del hospital de Basurto. No hagas el tonto, y ven directa”. Así que desde el día 30 de julio, me he pasado los días mirándome las uñas por si se me caen, una semana llorando y con ansiedad, cuando Jon ha estado de vacaciones en Cádiz, echándole de menos y sin poder contestarle al teléfono cuando me llamaba antes de irse de fiesta por Conil o cuando llegaba por la mañana; sin salir de la cama más que para intentar comer algo, sin mucho éxito; y sobre todo, con el termómetro electrónico pegado a mi.
Llevo desde el día de Getaria (es la entrada anterior, puedes leerla aquí), con un dolor de cabeza y de muela, que cada vez va a más. Primera quincena de agosto, sinónimo de que todos están de vacaciones, para volver el día 15, cuando empieza la Aste Nagusia (semana grande de fiestas en Bilbao), y mi dentista no podía ser menos. Me dan cita para el miércoles, pero creo que no voy a aguantar. Llamo a Nieves, mi enfermera del hospital, para ver si puedo tomarme un paracetamol. Luz verde, a ver si se me pasa.
No he conseguido comer más que medio yogur, me duele cada vez más la cabeza, y se me ha empezado a inflamar el lado izquierdo de la cara. Me cuesta incluso estar tumbada, me duele todo, y estoy agobiándome. Hace calor, demasiado calor. Parece que no pasan las horas. Se me está haciendo la tarde eterna, el termómetro empieza a acercarse al número crítico: treinta y siete con dos. Me da la llorera. No quiero estar mal, no quiero seguir así, cada vez me deshago más. Apenas tengo fuerzas, estoy fatal físicamente, de la cabeza, ni hablamos… y no veo que esto vaya a mejor, al contrario, con cada quimio, me rompo un poquito más. Y mi cabeza vuela: nadie me querrá así, nadie querrá tenerme en su empresa, nadie quiere a alguien hecha un trapo a su lado. Me acurruco en la cama, me tapo y me quedo quieta, rezando a la reina de las Amazonas para que no me suba la fiebre.
Treinta y siete y medio. Mierda, no puede ser. Treinta y ocho. Aviso a mis padres, y aunque son las diez y media de la noche, los dos se visten en dos minutos, para llevarme a urgencias. Llamo a Jon. “¿Quieres que te baje?” “No te preocupes, me llevan mis padres”
No recuerdo cómo he subido al coche, ni cómo he llegado, pero aquí estoy, haciendo cola en el mostrador del hospital de Basurto. Es lunes, son casi las once de la noche, y las urgencias parece que están tranquilas. Hay un chico delante de mi, grande como un armario, que no habla bien castellano. Menudos brazos gasta el tío, yo mido un metro setenta y tres y él me saca dos cabezas. Y aquí estamos los dos, pidiendo socorro.
Me toca, le digo a la chica del mostrador mi nombre, le doy mi tarjeta de Osakidetza, y digo las palabras mágicas “soy paciente oncológica y tengo fiebre”. Paso con una enfermera, me plantan en una silla y me ponen una mascarilla de tela. Genial. Si ya soy un bicho raro con pañuelo, ahora soy un bicho raro con pañuelo, mascarilla y llorica. Al lado, oigo a la enfermera intentando descubrir qué le duele al chico que se ha registrado antes que yo. Nada, ni sabe lo que le duele. Empiezo a cabrearme: muy jodido tienes que verte para ir a urgencias de un hospital. Yo lo estoy, y no tengo ninguna gana de estar aquí, y no entiendo que alguien venga a pasar el rato. Me pone el termómetro y con una sonrisa, me dice que ahora viene. Mientras espero, aparece por la puerta un chico delgadito pegando gritos en árabe, detrás dos ertzainas y el guardia de seguridad. Vaya, hoy hay fiesta en urgencias, y no lo sabia. El tipo viene pegando voces, y haciéndose un cigarrillo. O un porro, a saber. Pasamos todos a la sala de espera, y os juro que la estampa es de chiste: una pareja rondando los cuarenta, ingleses, medio dormidos; una mujer que no para quieta, vestida con un pijama de Snoopy; el chico árabe que ahora le ha dado por llamar a un colega con el manos libres y saltarse lo de “guardar silencio”; el chico que estaba antes que yo, que he deducido que es de algún país africano en el que hablan francés, porque algo he entendido cuando intentaba hablar con la enfermera; y para rematar, yo, con fiebre, mascarilla, turbante y con ganas de decirles a todos que se callen, pero sin fuerzas para ello.
Llamo a Maitane, a ver si está de guardia, pero hoy no trabaja, en su lugar viene Arkaitz, para ver cómo me encuentro. Pues jodida, la verdad. No le voy a engañar. Viene la médico de urgencias, Gabriela, y me pasa a la consulta, me tienen que poner antibiótico y ver cómo reacciono. Me ve la cara de pánico, y me dice que me tumbe en la camilla, para que me cojan la vía. Mi madre sale a la recepción, donde espera mi padre. Son unos benditos los dos, tengo a los mejores padres del mundo. Maitane me escribe, a ver qué tal voy, están Javi y ella pendientes, como médicos son maravillosos, pero no os imagináis cómo son como personas. Tras dos intentos, la enfermera consigue encontrarme una vía. Son casi las tres de la madrugada, me ponen el antibiótico. Tengo frio. Alguien me tapa. Vuelve Gabriela, y me dice que esté tranquila, van a hacerme una analítica. Se me cierran los ojos, no sé qué me han puesto, pero todo está en calma. No oigo nada, de repente todo es silencio. (Continuará)
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