Txupinazo 2018

18 agosto 2018. (sábado por la mañana)

Bueno Ramón, he de confesarte algo: anoche me escapé por la puerta de emergencia. No aguantaba más, te prometo que he salido con mascarilla, y al entrar por la puerta principal, he pasado de largo delante del control de enfermería. Ha sido una noche tranquila, y estaban ocupadas. Como ayer estabas de guardia, hoy no pasarás, pero sé que has dejado escrito que además del pasillo, puedo salir ya al jardín de Basurto.

Hoy es el txupinazo. Para los que me leéis de fuera de la capital del universo, es decir, Bilbao, os diré que hoy es uno de los días más importantes para los bilbaínos. Se supone que el primer sábado después del 15 de agosto, comienzan las fiestas, las cuales comienzan, yendo de noche a la basílica de Begoña, luego nos ponemos guapos, ya que, a las seis de la tarde, desde el balcón del impresionante teatro Arriaga, Marijaia con la txupinera y la pregonera, dan la bienvenida a las fiestas de Bilbao. Es todo un acontecimiento: nueve días de música, baile, komparsas, concursos gastronómicos, kalimotxo y cerveza en vaso de plástico, y alguna que otra locura como saltar a la ría desde el puente del Ayuntamiento, con su correspondiente liada con los municipales. Y así, nos pasamos 9 días en agosto los bilbaínos.

Menos yo. Este año, no iré a la cena de mi cuadrilla de amigos, no veré a Marijaia en el balcón, no veré a la txupinera lanzar el txupin al aire, ni escucharé en directo a la pregonera. No haré el idiota por el recinto de fiestas, mientras mi hermano sigue convencido de que un día seré yo la txupinera, de tanto que revuelvo por Bilbao. No veré los fuegos desde mi casa, ni comeré churros de la churrería Yosune del Parque Etxebarria. No volveré pringada de kalimotxo, ni con brillantina de Pimpilipauxa por todo mi cuerpo y pelo (cuando tenía pelo, al menos pelo largo)

Este año, como muchos más que están ingresados en el hospi, es muy distinto para mi: mi Marijaia se llama Ramón, y cuando aparece por la puerta de la habitación, empieza la fiesta, siempre con una sonrisa; mis pregoneras son el equipazo de enfermería que viendo mi tristeza, se han currado una Marijaia con cosas que han ido encontrando por ahí. De hecho, con una caja de cartón, han hecho una txosna en la cual en vez de bocatas y katxis, dan paracetamoles, quimios y cosas para curarme. Y mi hermano está al otro lado del teléfono, recordándome que siempre seré su txupinera, que nadie sabe tanto como yo de los rincones de nuestra ciudad, que nadie hace tanto por llevar el nombre de Bilbao a todas partes.

Hoy es un día raro. Tampoco puedo ir a felicitar a mi amiga Zuriñe, mi Zu. Ni tampoco a Marga. Al menos puedo salir al jardín, a leer, pasear, y mirar al trozo de cielo que se ve entre los edificios. A ratitos, hay silencio, cierro los ojos, y parece que estoy fuera, Jon a mi lado, diciéndome que soy la novia más fuerte del universo. Suenan sirenas, vuelvo a la realidad. Sale Ana, una chica de las chicas de rosa, una de las auxiliares con la que me muero de la risa hablando de cine, para decirme que ya tengo la comida en la habitación. Da igual, sigo con la dieta fría, así que puede quedarse ahí la bandeja para siempre: cinco espárragos, dos huevitos cocidos y dos lonchas de jamón de york. Y de premio, hoy, ¡arroz con leche! A lo loco…

En unas horas, empieza Aste Nagusia. Bilbaínas, bilbaínos… disfrutad por mi.

 

 

 

Segundo ingreso en Aztarain (oncología)

15 agosto 2018

Pues nada, aquí volvemos, a la suite presidencial de Aztarain, con preciosas vistas a los jardines del hospital de Basurto, al pabellón Revilla, y a las obras de la nueva estación de autobuses de Bilbao y a los pisos de súper lujo de San Mamés. Pulsera de todo incluido, doble puerta para evitar intrusos, baño incluido, y servicio 24h. Pena que no podéis ver mi cara de alegría y emoción máxima (ironía).

Acaban de llegar las enfermeras, y cada vez que entra alguien la misma sorpresa: “¡Uy, Virignia, ¿otra vez aquí?”Pues sí. Y volvemos a la encuesta de satisfacción del cliente: alergias, intolerancias, algo que destacar… Sí, os recuerdo que soy sonámbula, que no se me puede pinchar en el brazo derecho y que tengo muy inflamado el lado izquierdo de la boca de la maldita infección. Tras ellas, llega Ramón, el oncólogo de la segunda planta. Hoy lloro menos, estoy resignada, estoy triste, he perdido las fuerzas de seguir luchando. Me da todo igual.  Él me anima, me sonríe, y me dice que me ve mejor que la otra vez. Acuérdate de lo que te dijo, Vir, “la medicina no es solo de cuello para abajo”, y a mi ahora mismo lo que más me duele es el alma.

Les despacho a todos, quiero quedarme tranquila. Estoy cansada. Estoy agotada de todo. Me escribe Jon por whatsapp, está de tarde, así que hoy tampoco le veré. No puedo más. No puedo. Le digo que estoy fatal, estoy horrible, calva, triste. Con 34 años, y me siento como un trapo, así que le vuelvo a recordar lo que le dije en Vielha, cuando me dieron el diagnóstico: “No te quedes a mi lado por pena” Si en algún momento anterior tuvo dudas, ahora es el momento. Pero insiste en que me quiere, que quiere estar a mi lado, y pasar esto juntos. Y el año que viene lo celebraremos en la playa con un mojito. Le echo mucho de menos, ojalá pudiera tener un par de días libres y estar aquí conmigo. En septiembre celebraremos nuestro séptimo año juntos, cae en sábado, y no será como yo espero. No es justo.

Traen la merienda: un zumo, galletas y un café. La empresa que se encarga de la comida en el hospital me está jodiendo mi plan anti azúcares y anti procesados. Tiene narices. En fin. Las chicas (y chicos) de rosa y azul ya no saben ni qué hacerme para animarme. Entra una luz preciosa por la ventana de mi suite 211, me encanta fijarme en cómo el sol de agosto quema la hierba y los ladrillos del edificio de enfrente. Es curioso, hoy es festivo en Bilbao, me imagino a la gente riendo, disfrutando de la ciudad, del bullicio. Y aquí todo es calma, todo está quieto y estanco. Ni siquiera puedo sentir el aire, no se puede abrir la ventana. No se puede abrir ninguna de las dos puertas. Es más, solo se puede abrir una puerta, y cuando se cierre, abrir la segunda. No se puede salir sin mascarilla, ni se puede entrar sin ella. Han venido mis padres a traerme una revista, ya casi estoy terminando “Los gritos del pasado” de Camilla Läckberg, y por mucho que Ramón me insista, no pienso ver la peli esa de los aliens a los que se les caen las uñas. Ni de coña. Me cae muy bien mi médico, pero mejor lo dejo para otro momento. Ay las uñas. Hago repaso de todo mi cuerpo, estos tres días, se me ha olvidado por completo las pestañas, uñas, manos y pies. Así que me acerco al espejo del baño, mientras mis padres se quedan en la habitación. Cierro la puerta, y nada más mirarme me da la llorera. Estoy fatal. Las cejas y pestañas siguen en su sitio, las veinte uñas siguen igual, con buen color, no siento dolor en las extremidades, y no tengo marcas de las vías que me cogen para las analíticas y los antibióticos.

Se abre la puerta:

– “Virginia, te traemos la cena! Los de maxilofacial te han puesto dieta fría para que puedas comer mejor, y la inflamación baje”– Entran dos chicas de rosa, las auxiliares con la sonrisa más grande del universo.

Madre mía, soy como los guiris, cenando en agosto a las ocho y diez de la tarde. A ver qué es eso de la dieta fría: un huevito y medio cocido, cinco (contados) espárragos y cuatro lonchas de un fiambre tipo chopped (¿¿Se escribe así??). Y de postre mi petición especial: yogur natural sin azúcar. La última vez me trajeron un yogur de plátano, y casi infarto ahí mismo: ODIO EL PLÁTANO. ¿A quién se le ha ocurrido hacer yogures con sabor a plátano?? Ya tengo algo en lo que pensar esta noche. Termino “la cena” y les digo a mis padres que marchen para casa. Quiero estar tranquila, leyendo un rato. En mi libro, también es agosto, y una de las protagonistas tampoco puede salir mucho de casa. Ya somos dos.

Va entrando la noche, y todo sigue igual en esta habitación. Entra una enfermera, con las bolsas de los antibióticos para pincharme, y según la veo, me pongo a llorar, y me dan arcadas. Corriendo al baño. Vuelvo, y leo en su uniforme “Marta”.

– “Huele fatal a medicina, no quiero eso. Huele mal”- le suplico llorando.

“Virginia, esto está estanco, no huele a nada”-Marta se sienta en la cama, deja de lado los antibióticos, y se queda en silencio mientras me acerca un pañuelo de papel.

“No te los voy a poner hasta que no te tranquilices, y hasta que veas, que por el tratamiento, puede que tengas más sensible el olfato. No tengo prisa, de verdad.”

 La que has liado, querida Marta…

-“Es que estoy horrible, soy un asco, se supone que me dan todo esto preventivo, y cada vez estoy peor. No sé si esto compensa. Tengo a mis padres, mi hermano, primas, tía y tíos, y demás familia preocupados, mis amigos igual, mi novio que debería estar disfrutando después de casi dos años de baja él, y no con una novia que está hecha una mierda… y para colmo, la muela, y ahora vomito, y claro, no puedo más…”-Ya no puedo seguir de la llorera que me da.

Y Marta escucha. Le enseño fotos mías de antes, de cuando sonreía, de cuando me hacia fotos con mis amigos, de cuando Jon se hacía selfies conmigo, de cuando viajábamos. De cuando era yo. No puedo más. Estoy cansada.

 – “Esto pasará. Créeme, pasará. Ahora voy a ponerte el antibiótico, ¿vale? De verdad que no huele a nada, pero, de todos modos, me quedo aquí contigo”

– “¿Y los otros que están ingresados?”

– “Esta semana estáis muy poquitos ingresados, por suerte, y tu habitación es la última del pasillo. Están todos dormidos, no te preocupes por ellos, ¡hay más compañeras en el control!”

 Me pone la vía a la primera, me tumbo, y mientras recoge, me acerca el cacharro ese con un botón rojo para avisar al puesto de control.

-“Si necesitas algo esta noche, llama. Estaremos atentas. Descansa”

Y sabiendo que Marta y el resto del equipo cuidarán de mi esta noche, me quedo dormida con la luz de noche, el libro y el móvil encendido.

(Continuará)

 

Cae la tarde desde la habitación 211 de la segunda planta de Aztarain

 

Al borde del abismo

¿Alguna vez habéis pensado en la muerte? No como concepto, la muerte es parte de la vida, algún día a todos nos llegará, sino si habéis pensado en ello como algo cercano. Yo si. Tres veces en concreto. Tres veces he sentido que andaba cerca, pero ninguna de las tres se ha llevado a quién quería, ni siquiera ha podido (de momento) conmigo.

La primera vez, fue cuando tenía unos veinticinco o veintiséis años. Estaba en casa sola con mi hermano, preparándonos los dos para ir a la uni, yo como siempre tarde, mi hermano imprimiendo un trabajo que tenía que presentar. Los dos distraídos y tranquilos. Yo siempre he ido tranquila a la uni, y más cuando iba con él. He tenido la grandísima suerte de poder compartir unos años con mi hermano, de ir juntos a clase, y de aprovecharme de que siempre tenía mejores apuntes de econometría que yo, y que si no hubiera sido por él, mis clases en vez de empezar a las 8 habrían empezado siempre a las doce. Pero ese día, de repente mi hermano notó que no respiraba bien, algo no iba como debía, así que después de pasar por el ambulatorio, nos fuimos a la clínica: “es un neumotórax”. Yo llamé a mis padres, y les dije que mi hermano tenia un “aneurisma”, a mi madre, que es enfermera, casi le da un infarto. Mi padre y yo, que no entendemos de nada, nos preocupamos, pero lo justo. Hasta que vi que le dejaban ingresado, que le enchufaban a una máquina, ahí, me sentí al borde del abismo. Pensé que mi hermanito se iba, que se moría. Y no paré de llamar a mis amigas y llorar. Pero no pasó, como un campeón salió adelante, y volver a abrazarle, fue para mi como si él me salvase con ese abrazo de ese borde del precipicio en el que me encontré. Y eso que el que lo sufrió, fue él. El mejor hermano del mundo.

La segunda vez que pensé en la muerte, fue cuando a alguien muy querido para mi, pasó por una infección en el corazón. Esto de no saber de medicina juntándolo con que soy hipocondríaca, hizo que pensara que igualmente, se iba de mi vida, pero para siempre: que no le volvería a ver, a tocarle, a reír con él. Que los viajes, los proyectos de futuro y nuestros sueños, se caían por ese abismo. Dos años de visitas al médico, dos años duros, difíciles, en los cuales yo me bloquée al principio, y en un fin de semana decidí que mi vida tenía que cambiar, para poder pasarla con él. No iba a permitir perderme un segundo de disfrutar, no me perdonaría jamás el no estar a su lado en ese abismo, a pesar de que en ciertos momentos lo que muchos prefieren es estar solos, como él. Y todo pasa, y se sigue viviendo, y cuando pensé que se iba de mi lado a ese abismo que es la muerte, consiguió el equilibrio para seguir aquí, y vivir, a su manera, pero viviendo.

La tercera, el abismo lo he vivido yo misma. En realidad, han sido un dos por uno: la primera vez, cuando me dieron el diagnóstico, os juro que pensé que me moría, que no llegaba celebrar los 34, que no vería más a mis amigos y familia, que no acabaría el maldito curso de inglés, que no me casaría, ni sería madre, ni haría el puñetero master que llevo tres años detrás de él. Pensé que todo se acababa, que no había vuelto a París y a Roma como quería, ni había visto las auroras boreales; que no había estado con mis cuatro primos juntos con mi hermano; que no podía ser, que me quedaba mucho por vivir. Cuando la oncóloga me dijo que no, que del cáncer de mama no me iba a morir, me tranquilicé, hasta que este miedo o vértigo que se siente al acercarse de nuevo al abismo, volvió con la maldita mancha en el hígado (por si te lo perdiste, puedes leerlo pinchando aquí). Ostras, esto ya son palabras mayores: como tenga otro cáncer en el hígado, esto ya sí que no lo cuento. De hecho, es increíble cómo algo tan duro como un cáncer de mama se puede convertir en una “gripe” en mi caso cuando lo comparaba con un posible cáncer de hígado: claro, yo en mi mente, pensaba, que, sin tetas, se puede vivir, pero sin un órgano…complicado. Recuerdo que a la enfermera que intentaba consolarme, le acabé gritando: “TÚ PIENSAS DE VERDAD QUE PUEDO VIVIR SIN HIGADO??”. Menos mal que la pobre sabia lo que me pasaba, y pasó de mi en moto y no se ofendió, pero vaya, hubiera entendido que me soltara un tortazo. Por petarda. Y que me hubiera soltado un “y ahora te tranquilizas”. Y una vez más, por tercera vez, vi cerquita la muerte, esta vez, muy cerca de mí misma, no de otros. He sentido que se me acababa el aire, que bajo mis pies el suelo era quebradizo, inestable, pero he mantenido el equilibrio, la paciencia para saber dar no un paso, sino un gran salto, y evitar ese abismo, para caer en un nuevo espacio virgen, a estrenar. Una segunda vida.

Cuando pensé que me moría, escribí seis cartas. Si me pasaba algo, diez personas leerían esas cartas, y al final solo la leyó uno. El resto, espero que pasen muchísimos años antes de que vuelva a escribir este tipo de cartas. He dejado atrás el abismo, y no pienso darme la vuelta para mirar.

 

 

Bonus track: solo una vez, la muerte me ha pillado desprevenida. Y fue con mi estrella de punto, no esperaba que te fueras, te echo de menos, aunque sé que estarás orgullosa de “la moderna”, y de que aquí te seguimos recordando todos los días, y que cuando mi suelo temblaba a lo largo de este año, tú has gritado “ay mi Pitufina preferida” con tanta fuerza, que solo me quedaba seguir adelante para saltar y dejar atrás el abismo. Gracias, por todo, te quiero.

La guerra

“Esto no va de ganar, esto va de no rendirse nunca” Lady Gaga.

Hay palabras que significan dolor, palabras que da igual que las pintemos de rosa, siguen siendo dolorosas. Una de ellas es “cáncer”, y eso que para mi, es la palabra que define mi signo, y que siempre me ha encantado. Y me encanta.

Cada persona cuando tiene un diagnóstico heavy, como el mío, reacciona de un modo muy personal: hay quienes se quedan en silencio, y se dejan llevar, otros suavizan la situación y aceptando el tratamiento de su “enfermedad” sin importarles que se les llame así, y luego estamos los que nos venimos arriba, nos creemos una amazona o un guerrero de verdad, nos plantamos una armadura invisible, y decidimos ir a la guerra a luchar, y encima odiamos que nos llamen enfermos.

Y usamos palabras como esa, guerra, lucha, batallas… todo un arsenal lingüístico bélico, que muchos no entienden. Pero para mi, lo es todo. Es actitud, es ponerse en pie delante de un monstruo enorme de mil cabezas aún sabiendo que eres diminuta, es decirme a mi misma todos los días “tu puedes, Vir”, es alegrarme por cada pequeña victoria, por cada avance, por cada día que pasa estando bien.

La guerra, no es contra el cáncer. Entiendo que hay personas que no están de acuerdo conmigo, que piensan que los que hemos pasado un cáncer no debemos usar este lenguaje, por aquellos que se quedan en el camino. (Spoiler: nadie vive eternamente, es decir, morir no significa perder la guerra. Al final, todos la perderemos) Pero es que la guerra, insisto, no es contra el cáncer. Esa parte, se la dejo a Elena, Ramón, Fernando, Ane…  a todos los médicos e investigadores. Mi guerra es contra mi cabeza, contra esos fantasmas y miedos que se te sientan al lado y no se te despegan desde que te dicen el diagnóstico. Es luchar contra los efectos secundarios, y aceptarlos según van viniendo, es aprender a no anticiparse, a esperar activamente, a no compararse con otros pacientes, a no mirar en internet, es alegrarse cada vez que pasa una quimio, una prueba o una sesión de radioterapia. Y esos hitos, son para mi, batallas. Batallas que gano, batallas que me refuerzan como paciente, como persona y como mujer.

Así que sí, yo, estoy en guerra, voy ganando batallas, y seguiré luchando. Y no, no soy una enferma, ni me he sentido así, ni me gusta que nadie hable de mi así. Por suerte, mis médicos, han sido siempre claros conmigo, y lo mismo que me han contado sin pelos en la lengua qué podía ir pasando con el tratamiento, también me han dejado claro, que, en mi caso, todo el tratamiento es preventivo. Por que tengo 34 años, y pienso seguir dando la lata muchos años más, y para ello, tengo que pasar por esto.

Bienvenidos a mi guerra.

Quiero ser madre (tras el cáncer)

17 abril 2018.

Acabo de salir de la consulta de Julio, con unas cuantas pegatinas menos en mi cicatriz y con una nueva duda existencial: “Virginia, ¿quieres ser madre?”. Pues hombre, así, en frio, pues no. O si. ¡Yo qué sé!

Hay gente que con 18 ya sabia qué carrera escoger, que con 27 tiene una pareja estable y decide independizarse, con 30 casados y a los 32 el primer niño… Yo he sido de las que ha probado una carrera en dos facultades distintas hasta darse cuenta que lo que se le daba bien era otra cosa; de las que ha querido probar eso de trabajar mientras estudiaba; de las que ha reído, brindado y disfrutado viajando con amigas; la que no tenia prisa por independizarse con su novio, por pensar que todo sería eterno y no lo es. La vida y el novio digo. Y por supuesto, la que ni se había planteado, que ya con 33, el cuerpo no es como el de 25. Y tras un cáncer, menos.

Y claro, he ido posponiendo algunos aspectos de mi vida, he ido alargando y estirando ciertas cosas hasta que me ha caído este tortazo de realidad, en forma de tumor. Y ahora hay que ponerse serios, y tomar decisiones: ¿quieres ser madre? Y como no sé qué contestarle a Julio, me dice que vaya la unidad de reproducción humana de Cruces, hoy mismo (y soy tan lerda, que me entra la risa pensando si existe unidad de reproducción “no humana”).

En el camino a Cruces, llamo a varias amigas, hablo con un par de ellas que son clave para mi en toda esta guerra. En la sala de espera, en medio de un pasillo, veo pasar parejas de todo tipo y edades, mujeres llorando, tristes. Y entre ellas, una que destaca por su precioso pañuelo amarillo, vaqueros pitillos, una chaqueta tipo Chanel y los labios pintados de rojo. Se me acaba de olvidar a lo que he venido, y solo pienso, que en menos de un mes, estaré como ella. Qué drama todo, yo pensando en niños, y no tengo ni pañuelos para ponerme.

Esto es una puñeta, pero seamos realistas: mi cuerpo, es ya “mayor” aunque mi mente y mi situación personal, sea de 25. Así que te aguantas Vir, ahora a congelar óvulos, para empezar la guerra de verdad, la de asegurar que no hay células tumorales paseando por tu cuerpo. Una vez más, se pospone algo tan importante, como es la maternidad.

Y tras la consulta en Cruces, y por un par de temas personales, decido acelerar todo esto e irme al IVI. Aunque lo he hecho en muchos aspectos de mi vida, ahora no puedo alargar el darme el tratamiento. Empieza una nueva batalla.

 

(Y si, claro que sí, que se puede, y la muestra es la niña más preciosa de 2018, que tiene nombre de princesa del imperio y de la galaxia y a la madre más valiente que conozco)

Nerea

*Nerea, mi querida Nerea. Amiga desde que éramos dos palos con patas y uniforme de colegio, de esas amigas que solo con un abrazo te recomponen y con una risa, ya nos entendemos las dos. Mi guerra es dura, pero es duro también vivirlo del otro lado. Por eso, nadie mejor que ella, para contarlo. Merci, ma chérie. Ma belle amie, depuis Hourtin. Je t’aime»

 

Llamadme inmadura, inocente o simplemente ilusa, pero cuando tienes 33 años y una amiga te llama, descuelgas el teléfono pensando que te va a dar la buena nueva de que se casa, que está embarazada, que ha cambiado de curro o simplemente que tiene pensado pasarse un finde por tu city d acogida y quiere cuadrar calendario para sacar un ratito de cafés juntas.

Ni te cuento encima cuando a dicha amiga en particular la tienes de asesora predilecta para todo lo que tiene que ver con los preparativos de una boda. Tener una wedding-planner entre tus amigas es un regalito caído del cielo por lo que supone hoy en día que alguien con coherencia y de plena confianza te pueda asesorar en el entramado mundo de “haz de tu día el día más especial de tu vida”, sin caer en bancarrota y/o en un estado de nervios permanente.

Pues bien, aquel día de marzo en el que recibí la llamada de Vir, me levanté de mi sitio en la ofi y me metí en una salita de reuniones, como suelo hacer siempre que un@ amig@ me llama. Tener mis 10 minutitos de evasión con mi amiga, y que me pusiera sobre aviso sobre qué tienda de flores elegir o me contara que era la siguiente en la lista de amigas casaderas, encajaba a la perfección en un día bastante cargadito de reuniones y presentaciones.

Lo que yo esperara que me sacara una sonrisita mañanera, me provocó un bloqueo que no recuerdo haber tenido en muchas ocasiones. 

La información que me llegaba me había desencajado por completo. No podía creerlo, no podía ser cierto. Y rompí a llorar. Allí mismo, mientras me contaba los detalles de cómo había sido el hallazgo del maldito bulto y de cómo estaba previsto el plan de ataque urgente que se requiere en estos casos.

Intentaba calmarme sólo por ella, para que no tuviera que preocuparse (como ya lo estaba haciendo la pobre) por mí y por lo que suponía esta noticia. 

Y creo que finalmente lo conseguí: se merecía palabras de aliento, de esperanza, ni lágrimas ni penas. Suficiente era la procesión que ella llevaba por dentro. Así que conseguí arrancarme con un “no estás sola”, “de esto se sale, Vir”, “eres muy joven y tienes una fuerza de voluntad como pocas personas que conozco, así que lo consideraremos un pequeño bache en el camino que te haga salir reforzada”, etc.

Frases que ahora leídas pueden sonar a tópicos aprendidos en situaciones similares, pero que pronuncié con toda mis fuerzas y con todo el cariño del mundo, para que a pesar de que ya las hubiera escuchado y con la convicción de que las escucharía muchas más veces después, le sirvieran para sentir que yo estaba ahí con ella, a su lado, que contaba con todo mi apoyo para todo, que realmente sentía que esto era transitorio, pasajero. Una pesadilla. Pero como todo mal sueño, tiene un final al despertar. 

Que por desgracia ya lo había vivido antes en casa y que en situación aparentemente más crítica, las cosas habían salido finalmente bien. ¿Cómo no iba a ocurrir lo mismo en alguien con esa edad, con esa vitalidad, con esa alegría, con tantas ganas de comerse el mundo, con toda la vida por delante para cumplir cada cosa que se proponga?

La propia vida te hace ver qué cosas son prioritarias aunque no podamos/queramos ser conscientes de ello en el día a día y perdamos tanto tiempo en otras que ni siquiera cuando las consigues te dan esa felicidad con la que sueñas. 

Y yo he sacado una importante lección (¡una de otras muchas!) en todo este proceso, que he decidido aplicar a nivel cotidiano y no cuando suceden acontecimientos adversos: valora lo importante que tienes y evita siempre darlo por hecho o incluso menospreciarlo. No esperes a hacerlo cuando ya no esté, cuando falte.

 Y con importante, ya no sólo me refiero a la salud sino a algo tan esencial como son las personas que quieres y que te quieren.

No esperes a ver mal a un ser querido para darte cuenta de lo importante que es para ti y todo lo que te/le necesitas. No esperes a malas rachas sentimentales, laborales o las más extremas, relativas a la falta de salud. Seamos conscientes del regalo que tenemos por poder disfrutar de dichas personas cada día. Y aprovechémoslo para hacernos y hacerles felices.

Si de algo me arrepiento es de haberme alejado en esa cotidianidad de la protagonista de esta historia. Hemos sido amigas desde los 4 años, y a pesar de rivalidades juveniles por ser “la más amiga de” o por “a ver quién tiene más peso para”, somos dos personas con un carácter y una forma de entender la vida muy similar. Sobre todo ahora de adultas. Y de eso fui consciente no sólo a partir de ese fatídico día de Marzo, sino un año antes, en un viaje-despedida a Gijón en el que el destino hizo que volviéramos a compartir cuarto como en épocas de Hourtin.

Allí redescubrí a la amiga que siempre tuve, a aquella personita con la que había crecido y que por circunstancias varias, fuimos perdiendo el contacto diario e incluso el de “de vez en cuando”.

Me di cuenta que a pesar del tiempo pasado, las dos teníamos más cosas en común que incluso en nuestra infancia juntas. Gustos, aficiones, manera de pensar, prioridades en la vida…como si hubiésemos vivido vidas muy parecidas en paralelo pero sin haber sido conscientes de ello.

Y desde ese fin de semana, decidí que lo de alejarnos, no se repetiría en el futuro, al menos no por mi parte. Que ya había aprendido la lección y que tenía claro que personas como Vir, las quería siempre y para siempre en mi vida.

Así que a pesar del bache, o hablando con propiedad y sin eufemismos, del PUTO CANCER, la vida continúa para una de las personas más valientes que conozco. Lo vivido este año lo dejamos atrás, ya arranca 2019 con todo lo bueno que está por sorprenderte. Y prepárate porque va a ser mucho. Ya has sufrido por un total de 50 años, ya no toca más hasta que nos entre reúma de paseo por el parque de los patos allá en 2070! 

Nos queda mucho por vivir, muchas experiencias alucinantes por las que pasar y ¡que te quede clarito que no te voy a dejar vivirlas lejos de mí!

Gracias por ser como eres y compartirlo con la gente que de verdad te queremos, reina de las amazonas. Eres un ejemplo. «El» ejemplo, nunca lo olvides.

Un beso enorme,

          Tu amiga, la del chubasquero de Mini azul

La libertad del miedo (parte 1)

El miedo es libre, muy libre. Tanto que cuando arranca, se extiende como el peor de los virus. Y desde que me diagnosticaron el cáncer de mama de repente tengo miedo a todo (bueno en realidad, me dijeron “tienes una neo de mama” y yo dije: “además del cáncer, tengo una neo???” “no, Virginia, ¡es lo mismo!”)

Empezó el miedo a la muerte, a ser consciente de que tenemos un tiempo limitado en este mundo; siguió un miedo a no tener tiempo de estar con mis seres queridos, a no verlos de nuevo, a no darme tiempo a darles un beso, un abrazo, a que vuelvan a decirme “ay Pitu, ¡eres una pegatina!”. Y siguió con el miedo a cosas que aún no habían pasado: miedo a la operación, miedo a no despertar de la anestesia, miedo a perder el pecho, el pelo, la fuerza.

Pero lo peor del miedo, es que cuando controlas o afrontas alguno de ellos, nacen otros nuevos: miedo a no volver a trabajar, a no poder crecer profesionalmente, a que nadie me quiera, a que nadie quiera compartir su vida conmigo, a no poder ser madre (ya ves, nunca me lo había planteado hasta que te dicen que igual no puedes). O a que haber vencido un tumor, sea algo que ocultar, y no algo que celebrar. El miedo es libre, pero esa libertad puede ser controlada. Y me he propuesto ganar en todo en esta guerra, miedos incluidos. Así que cuando me he agobiado, he decidido que dos amigas psicólogas me ayuden, y me aconsejen, Aran y Miriam. Y junto a ellas, una tercera, Marian, que el 24 de abril, se unió a mi ejército, para ayudarme a ser más fuerte.

No me da la gana de ser capaz de superar un cáncer, o neo o como quieran llamarlo, y que el miedo me pueda. No podrá. Me niego. Y lo conseguiré.

Praevenīre (el cáncer de mama)

Prevenir 

Del lat. praevenīre.

Conjug. c. venir.

2. tr. Prever, ver, conocer de antemano o con anticipación un daño o perjuicio.

4. tr. Advertir, informar o avisar a alguien de algo.

(http://dle.rae.es/?id=U9JkQmL)

 

De las siete acepciones que tiene la palabra “prevenir” me quedo con la segunda y la cuarta. No es por que les tenga manía a las otras cinco, es por que, sin duda, esos dos significados, han sido los que me han salvado y los que salvarán a muchas.

Según noté ese bultito, no dudé en pedir una cita con mi médico de cabecera, con Raquel. Lo antes posible. Daba igual si coincidía con trabajo, o no. Tenia que ser lo antes posible. Y esa anticipación, esa rapidez (y calma para que yo no me preocupase antes de tiempo) de Raquel, solicitando una cita en radiología; esa llamada de mi cuñado el radiólogo para la biopsia (qué curiosa y casual es la vida); esas pruebas en el pabellón San José con Ana y Loli; toda esa rapidez, hizo que el tumor no tuviera ni centímetro y medio de tamaño. Benditos médicos.

Y nada más confirmar el diagnóstico, me obsesioné con llamar a todas mis amigas y compañeras de trabajo, advertir, informar o avisar a todas ellas, que se revisaran, que fueran al ginecólogo, para anticiparse a ese daño que a mi me habían encontrado. Y sirvió, vaya que si sirvió. Al menos, sé que estos meses han comenzado a cuidarse, a tocarse y a acudir a las citas con sus médicos de cabecera, ginecólogos o matronas.

Así que ayúdame con la cuarta acepción, ayúdame a concienciar a nuestras amigas, hermanas, primas, madres, tías, abuelas… de que no dejen de ir al médico, que se revisen ellas, que no tengan miedo a una mamografía. Ayúdame a que sean conscientes, que lean este blog y vean que una revisión nos puede salvar. Pero, sobre todo, que sepan que, en esta guerra, nosotras luchamos, peleamos y ganamos. Se puede ganar, y debemos apoyar a los profesionales para que sigan investigando, para que todas podamos ganar. Todas.

Diagnóstico: cáncer de mama

9 marzo 2018.

La última semana de febrero fue un caos. De trabajo, de cosas varias, amigos… pero a mi solo me rondaba en la cabeza qué era eso que me había tocado en el pecho. Intentaba tranquilizarme, negando todos los miedos, pero chica, debemos tener un don para saber cuándo no estamos equivocadas.

Y ahí estaba yo, con mis cuñados, esperando en la consulta de rayos a que me dijeran algo. Y mi chico, esperando fuera. Era viernes, y nos íbamos de fin de semana a esquiar a Vielha, esto, era solo un trámite. O eso creía yo. Pero vamos, que me sentía como si estuviese en el Dragon Khan, y el tipo de seguridad te dice que no sabe si tienes bien atados los arneses. Viva el vértigo.

Recuerdo la cara de la médico de rayos, recuerdo que nadie me dijo el diagnóstico, pero el silencio me bastó. Salí corriendo de la consulta, solo quería coger aire y huir. Recuerdo el frio, la lluvia típica de Bilbao. Detrás, mis cuñados, ellos entendían las palabras que a mi me parecían ruso, y entre abrazos, y lágrimas, callaron mis “no puedo con esto”. Los tres, los tres me levantaron y me dijeron que la guerra empezaba, pero que ellos estaban a mi lado. Me hicieron entrar de nuevo a la consulta, y allí, una médico me agarró y me dijo muy seria: “de esto se sale. De esto tú no te mueres”. Que me lo dijo tan en serio, que me lo creí, y me lo creí tanto que solo quería empezar a pelear.

Fue duro, sí, pero la fuerza que ellos me dieron, hizo secarme las lágrimas, e irme con mi chico a Vielha, y en el camino desahogarme con mi amiga Aran al teléfono, y decidir que ese fin de semana me emborracharía. Y no bebí más que una Radler. A lo loco. Si es que soy una miedica. Pero me reí mucho. Muchísimo. Ese fin de semana solos los dos, preparando el terreno para lo que vendría después, fue el aire que necesitaba.

Respira (#breathe)

RESPIRA (#BREATHE).

Respira.

Respira hondo.

Respira, Virginia, respira.

 

A veces cuesta respirar. Así que, si eres una Reina Amazona, RESPIRA CONMIGO. Inspira, espira, inspira, espira… las veces que haga falta. No dejes de hacerlo hasta que no te salga una sonrisa de pensar que estas respirando a la vez que una loca que está al otro lado del ordenador. Hija, algo bueno tenía que tener el 2018, ¡viva la tecnología! ¿Estás sonriendo? Me vale. ¡Pero sigue respirando!

Si eres una amazona o vikingo que está al lado de la Reina, siéntate con ella, cógela de las manos, y dale calma. Me da igual que respires con nosotras, que estés en silencio, que llores con ella, que la dejes llorar, que la abraces… quédate con ella. Hasta que los dos, os riais pensando de nuevo que hay otra loca que hace lo mismo con vosotros.

Yo, en cada quimio, mandaba esta respiración a todos los que me querían. Vía Instagram, en un storie que duraba esas 24 horas, una imagen, la que me apeteciese ese día, con el hastag #BREATHE. Y así, de esta manera más tonta, muchos de mis amazonas y virkingos que forman mi ejército sabían que todo iba bien. Y yo los sentía a todos, respirando a mi vera, por si me faltaba el aliento.